domingo, 4 de septiembre de 2011

Sobre la ausencia




La impasible necesidad de quien espera se demora en cada entrada y salida de aire, se consume en el interior y, una vez fuera, se hace eterna a los ojos de la inmensidad.
La suculenta pesadez de quien hace esperar se hace leve en el tiempo e insoportable en el espacio ajeno, arrebatando toda esperanza de conclusión moral. 
Las decisiones inmediatas de un enamorado se deslizan suavemente desde arriba, desde lo más foráneo e imprevisible e irremediablemente acaban cayendo sobre el suelo con una atroz fuerza motriz. 
El perceptible paso del tiempo que declara la distancia entre dos almas hace de sí mismo un obstáculo insalvable que arremete contra toda benevolencia de corazones que la salvan. Y es inevitable, es externo a la propia voluntad, sofocante, plagado de ansia, agonía y deseo.
No existe absolutamente nada más allá de la piel que no acabe con los sueños, y si existe, querida alma inquieta, no podrás verlo. Y es inevitable, es externo a tu consentimiento, incontrolable, plagado de insufrible impotencia e incesante recelo. 
Sobre la ausencia no diré nada, ya se ha escrito demasiado. Se ha proclamado con creces su astuta y desafiante indulgencia y se han hecho versos al destino y al amor ausente. Del amor ausente no diré nada, ya he tenido demasiado. No obstante, se me antoja necesario y, tal vez vanidoso, confesar que alimenta el desafío. Atenta contra la estabilidad emocional, definiéndose provisional en todo momento. Sí, es cierto. Sin embargo, no hay nada que no lo sea. Más lejos o más cerca, en cualquier sentido, hay cosas que no se pueden salvar. Pero este delirio aburrido de tregua efímera y pasajera, que desaparece y hace larga la espera, es salvable en todas las condiciones y ángulos posibles. Es tenaz y demostrable. Es verídico. Es sublime. Es total. 

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