sábado, 11 de diciembre de 2010

Un día cualquiera



El calor sofocante se había despedido de la ciudad de Nueva York y el otoño daba paso a las hojas caídas y el olor a tierra mojada. Todo cambiaba, las aceras, los parques, el banco que permanecía en aquella esquina expectante al paso del tiempo, Macy’s, todo. La gran metrópoli turística y sofisticadamente cosmopolita cambiaba de rol para convertirse en la ciudad más romántica y familiar del mundo entero. No había ninguna como ella.
La vista era diferente más allá del puente de Brooklyn. Holden McKnight estaba sentado en el porche escuchando la lluvia, ensimismado en un folio en blanco donde debía plasmar la idea más brillante que se le ocurriera para el artículo de la semana. Después de haber suplicado durante semanas al editor jefe del New Yorker  y después de que éste hubiese accedido a leer uno de esos escritos, se había ganado una columna de opinión semanal, la cual Holden, no obstante, había convertido en una filosofía de vida y una especie de diario personal en el que escribía sus más elocuentes y espontáneos pensamientos  y los compartía con toda Manhattan. Sin nada bueno que escribir, permanecía en el porche sentado durante horas oyendo la lluvia caer y sin levantar la vista del papel en blanco, con unas grandes gafas de pasta negra y un lápiz que descansaba en su oreja. Solía levantar la cabeza cada media hora y miraba el vecindario, cómo la lluvia mojaba las calles de lo que había sido su cuna y su refugio y como había conseguido permanecer en la misma calle durante toda su vida. Observar Brooklyn era ya casi un hobby, se embriagaba de buenos y malos recuerdos y se evadía del mundo. Allí sentado, en una silla de mimbre que su abuela había regalado a su madre hacía unos 10 años, con las piernas cruzadas y la humedad del cartón de Starbucks produciéndole un terrible dolor de cabeza no sabía si iba a poder acabar un artículo que debía estar entregado a las 8 en punto del día siguiente y que todavía no había empezado. Aburrido y desesperado, se levantó de la silla después de casi dos horas en la misma posición, entreabrió la puerta para alcanzar a coger la chaqueta, hizo una bola con el papel que tenía en las manos y se lo metió en el bolsillo, cogió las llaves, abrió el paragüas y se dispuso a pasear por la ciudad con la esperanza de que se le ocurriera algo bueno. Anduvo y anduvo bajo la lluvia durante unas horas hasta que al doblar la esquina vio Jeff’s con esa pesada puerta verde que tanto lo caracterizaba y esa campana dorada justo al lado de la puerta. Podría decirse que Holden se licenció en el bar: magna cum laude en charlas interminables, un sinfín de paquetes de tabaco, las mejores tartas de arándanos de la ciudad y canutillos de queso. Siempre aprovechaba cualquier hueco entre clase y clase, antes de clase, después de clase, en mitad de la clase; cualquiera hora del día era buena para pasar por Jeff’s a tomar algo y desconectar del cargante y anodino mundo intelectual universitario.
Holden entró en el bar de la misma forma en la que se entra en casa para cobijarte de la lluvia, saludó a Jeff con un ligero movimiento de cabeza, se sentó en la barra  y se quitó la bufanda aspirando el magnífico olor a café recién hecho y a chimenea vieja.
-¿Cómo le van las cosas al gran escritor?-, dijo Jeff mientras limpiaba la barra con un trapo amarillo y miraba a su cliente amigo con admiración.
-No van mal, colega-.
-¿Problemas en el cielo?-, preguntó el camarero arqueando una ceja.
-No, no es eso colega. Qué sé yo, supongo que estoy algo cansado de hacer siempre lo mismo-, contestó el joven escritor mirando hacia abajo y a la vez que dibujaba siluetas absurdas con el dedo índice sobre la barra.
-Pero si te encanta tu columna, siempre has dicho que era como escribir un diario público y eso lo hacía más divertido, ¿no?-, le puso una cerveza.
-Y lo sigue siendo colega, pero no sé, supongo que cuando llevas tanto tiempo haciendo lo mismo dejas de encontrarle sentido-. El estridente ruido que provenía de una mesa del fondo le hizo ausentarse de la conversación durante unos minutos, tiempo necesario para evitar escuchar las teorías filosóficas de Jeff sobre el futuro y el rumbo que uno ha de tomar en la vida. -¿Hay partido?-, preguntó sin prestar ni la más mínima atención al comentario anterior.
-Sí, son de un equipo escocés, llevan aquí toda la tarde brindando por la patria, las pelotas de acero y el Santo Grial-. El humor de Jeff era extremadamente brusco, y a veces, un tanto malsonante, pero siempre le había hecho reír.
-¿Escocés?-, preguntó Holden sorprendido. -¿Desde cuándo hemos jugado con extranjeros?-.
-Olvida tu vena patriótica Holden, no son jugadores profesionales, son del cuerpo de policía. Han venido por el partido benéfico que se juega en Chelsea para recaudar fondos para los niños con leucemia, es un asunto humanitario, sólo eso-, expresó el dueño del bar con la admiración y el respeto que podía tener por tan buena causa pero con la decepción de no poder machacar a los escoceses en un partido bestial.
-Vaya, eso está bien…Casi como esta cerveza-, ambos se rieron y levantaron el botellín de cerveza. –Así que, Escocia eh. Edimburgo supongo-.
-No, son de una ciudad más pequeña aunque no sabría decirte, ya sabes que soy fatal para los nombres-.
-Lo sé, colega. En fin, ¿qué más da? Son todos iguales-.
El grupo de policías escoceses sentados en el reservado al fondo del bar hacían cada vez más ruido si aún era posible y no dejaban de levantarse y volver a sentarse en una especie de brindis por la patria que era algo así como interminable.
-Británicos-, dijo Jeff con cierto aire de desprecio ladeando la cabeza hacia Holden y arqueando una ceja. Éste le devolvió el gesto, -británicos- dijo después de mostrar una leve sonrisa.
Unos pasos a la derecha de donde se encontraba la mesa de los escoceses había una mesa con una única silla ocupada por un hombre delgaducho, moreno, con barba, que vestía mocasines con borlas, tejanos y chaleco de cuello alto. Se tomó unos segundos para saborear el último trago de cerveza que había tomado y miró hacia el frente con propósito de hacer recuento general de la panda de idiotas que había en el bar cuando vio a Holden. Sus miradas se cruzaron durante un segundo, eran miradas de complicidad, como si hubieran dedicado la vida en cuerpo y alma a guardar un secreto. Entonces, ambos sonrieron. Holden se levantó, y con la cerveza en la mano, se acercó hacia la mesa como si ésta no fuera su objetivo, cogió una silla que estaba libre y se sentó en la misma mesa.
-¿Qué hay colega?-, preguntó Holden con una sonrisa de oreja a oreja.
-¡No me vengas con “qué hay colega”! Me pasé toda la noche llamándote, ¿dónde diablos estuviste?-, Barney Harrison era su mejor amigo, se habían conocido cuatro años antes en aquel mismo bar cuando ambos se saltaron la clase de Sociología. Holden pidió un batido de chocolate y Barney lo derramó por toda la barra, desde ese momento fueron inseparables, prácticamente eran hermanos y vivían con la convicción de que acabarían juntos como un matrimonio declarado oficialmente homosexual con dos niños pequeños: Barney Jr y Holden Jr. Vivirían en una casita a las afueras de la ciudad lo suficientemente lejos de los suegros como para no tener que aguantarlos todo el día pero lo bastante cerca como para que pudieran hacer de canguros.
Ambos sabían que su punto de encuentro era Jeff’s y que más tarde o más temprano acabarían viéndose allí, y tal vez, casándose allí después de todo.
-Lo sé colega, lo sé. Lo iba a coger, de veras que sí, pero cuando iba a cogerlo, de repente….No lo hice-.
-¡Cuatro años! Te he dedicado cuatro años de mi vida y, ¿así me lo pagas?-.
-Tengo mil formas mejores de pagártelo, pero me niego a descolgar el teléfono para atender una llamada que sé que me va a tener toda la maldita noche despierto-, replicó Holden incorporándose de la silla y acercando su cara a la de su amigo con mirada inquisitiva.
-Sabes que eso no es cierto-, Barney puso morritos. –Pero no puedes tener una cita la noche anterior y pretender que no te llame al día siguiente para hacer de alcahueta, ¡vamos! Ya sabes que me encanta-.
-¡No fue una cita!-, replicó Holden con voz chillona y acusica.
-¿Entonces qué fue?-.
-Pues fue una amiga que acaba de romper con su novio y quería hablar, sólo eso-, le hizo un gesto con la mano a Jeff para que trajera otra ronda.
-Oh, ¡venga ya! ¿Cuándo vas a aprender a elegir el momento Holdie?-. Siempre le llamaba Holdie, desde el primer día que se conocieron ni un solo momento, ni un segundo, ni un solo instante en esos cuatro años le llamó por su nombre completo, en parte eso era una de las cosas que más le gustaban de él, su espontaneidad y su forma tan curiosa de hablar: como una ardillita feliz que siempre ve el lado positivo de las cosas y come canutillos de queso sin cuestionarse siquiera su proveniencia. Barney era un conquistador nato, un don Juan, pero en los últimos años su éxito con las mujeres se había convertido en un fracaso rotundo y ansiaba alimentarse de las historias eróticas de los demás aunque con Holden no lo tenía nada fácil pues éste era muy discreto y duro de pelar.
-Dos palabras mi querido amigo: polvo bestial-, se llenó de satisfacción en cuanto lo dijo como si aquellas dos palabras encerraran un profundo misterio, una religión, y fuese el consejo más sabio y racional que le podía dar a nadie al tiempo que se comía un cacahuete.
-¡Eres un cerdo, colega! Sabes que yo no soy así, no me gusta aprovecharme de la gente-, Holden volvió a mirar al camarero con expectación pues las cervezas no llegaban.
-Sabes perfectamente que ese no es tu problema. Tu problema es que eres demasiado romántico, te invade el espíritu bohemio, en parte lo entiendo porque eres escritor, pero despierta de una vez amigo mío y descuélgate del árbol: no va a llegar la chica de tus sueños como caída del cielo y te va a encantar con su mirada fascinante y sus pestañas de ensueño y vais a ser felices por toda la eternidad, eso sólo pasa en las películas y puede que en algún artículo que hayas escrito-. Llegaron las cervezas y los dos chicos agarraron los vasos como si su vida dependiera de ello. Para el joven escritor, desde luego, resultaba imprescindible agarrarse un buen pedo para soportar una charla sentimental de su amigo y compañero y poder atravesarla con el menor daño psicológico posible.
-No busco a la persona perfecta, sólo a alguien que encuentre interesante mis manías y mi forma de ser. Resulto raro para las mujeres.
-Es que eres raro, pero aún así te quiero-, el cuenco de cacahuetes se estaba acabando y Barney parecía necesitar más.
-Vaya, tendré que vivir con eso-.
-Dos palabras Holdie: POLVO BESTIAL-. El bar parecía haberse quedado en silencio incluso a pesar de los policías escoceses que ocupaban todo el sitio con sus birras enormes, sus bromas europeas y sus brindis interminables; por lo que las palabras de Barney habían retumbado en todo el local provocando la mirada de todos los que allí estaban. Holden no pudo contener la risa. No obstante, el método infalible que tenía su brillante amigo para pasar el bochorno era beber, así que dio el último trago a su cerveza dejando toda la espuma alrededor de su boca como si de pronto le hubiese crecido una barba blanca propia de Santa Claus. El columnista sonrió y le quitó la espuma de los labios con la mano.
Al salir del bar los dos amigos caminaron solos durante un par de manzanas, hablando, sonriendo, pasando el rato juntos como ninguno sabía hacerlo. Al llegar al centro se despidieron y Holden comenzó a pasear por Central Park con la esperanza de que se le ocurriera algo bueno para su artículo, el cual andaba en la cuerda floja. Caminó durante una hora mirando las hojas caer, padres que llevaban a sus hijos al parque, ejecutivos que salían de la oficina con el teléfono móvil pegado a la oreja, un sinfín de gentes. Empezó a soplar algo de viento y se subió el cuello de la chaqueta pareciendo más interesante y sexy de lo que en realidad era. Mientras avanzaba el paso vio un banco justo al lado del lago y pensó que no estaría mal sentarse, sacar la hoja arrugada de papel en blanco que llevaba en el bolsillo y escribir sobre por qué su mente parecía haberse puesto en huelga y sus ideas se hubieran desvanecido con la llegada del otoño. Cruzó por un grupo de chicas que se entrenaban para la maratón antes de llegar al banco. Por fin se sentó, suspiró profundamente, abrió los ojos contemplando todo lo que tenía a su alrededor incluída una chica que estaba a su lado en el mismo banco y que a pesar de la poca visibilidad de su cara por la bufanda que la recubría, parecía atractiva. Sacó la hoja de papel arrugado y el lápiz que siempre llevaba con él en el bolsillo y comenzó a escribir un puñado de notas que él mismo sabía que no le llevarían a ninguna parte. Volvió a soplar el viento, esta vez con más fuerza, y la hoja de papel en la que había estado trabajando durante unos veinte minutos voló sin aviso previo para anidar en alguna rama rota y pelona de algún árbol de Manhattan, ni siquiera llegaría hasta Brooklyn. Definitivamente este no era su día: sin hoja que escribir ni ideas que plasmar lo más probable es que fuera despedido al día siguiente.
-Ten, hoy el viento se ha propuesto arrancar toda inspiración de raíz-, le dijo la chica que estaba sentada a su lado tendiéndole un cuaderno.



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