domingo, 21 de noviembre de 2010

El poético caos urbano



La ciudad de Londres nunca había visto el sol tan alto ni el cielo tan despejado como aquel día. A pesar del pronóstico del tiempo y de las altas probabilidades de una lluvia segura, las nubes abrieron paso a un sol londinense espléndido a horas tempranas de la mañana. La gente andaba a paso ligero de un lado a otro de la ciudad, buscando, husmeando el aire, guiándose por su primer instinto matinal. El trabajo, el colegio, la universidad, las audiciones, los grandes comercios e incluso las pequeñas tiendas del barrio se apresuraban en una carrera fugaz como si la caza del zorro se tratara para abrir a la hora exacta. Incluso los ruiseñores que despuntaban el alba con su canto gregoriano descorazonados por un magnífico recital nocturno ansiaban regalarle versos celestiales al maravilloso sol que los aguardaba e ir contra natura. Todo parecía marchar a la perfección, las madres acompañaban a sus hijos gemebundos y sollozos al colegio cogidos de la mano como ángeles de la guarda que custodian su seguridad y velan por su ánima. Los más adolescentes iban a pie hasta el instituto o se bajaban del coche de su padre a media manzana para ofrecer ese matiz de chico independiente, maduro y sofisticado que tanto se estila en la pubertad. Por último, están los universitarios, que solían despegar los ojos más allá de media mañana, tomarse un ligero desayuno que les ayudara a soportar la estrepitosa y brutal resaca de la noche anterior, calzarse unos vaqueros y unas deportivas y despeinados, con aspecto desaliñado y casual, salir en busca de nuevos conocimientos que saciaban con un par de clases y largas asentadas en el césped o en la cafetería.
En el extremo opuesto se encuentran los padres de familia, trabajadores natos de la gran corporativa doméstica que fabricaba sus productos en serie y a gran escala, cerrando los ojos y afrontando los gastos imprevistos en el desarrollo de un esquema kamikaze.
Oficinistas, empresarios, asistentes sociales, abogados, publicistas, artistas, profesores, médicos, jueces, bomberos, policías, arquitectos, traductores, jefes de compras, comerciantes; pero ante todo miembros de una familia, eslabones de la cadena más débil que existe y que salen cada día a enfrentarse al mundo, en metro, en autobús, en coche, en bicicleta o a pie, van a conquistar sus sueños o simplemente a vivir dejándolos pasar.
Un gran puñado de taxis decoraban Tower Bridge de punta a punta desdibujando sus siluetas sobre el Támesis como un juego de luces decoran un árbol en Navidad. Gente andando, coches circulando, taxis pitando, bicicletas haciendo sonar la campanilla y ruedas de un monopatín vibrando sobre la acera: el poético caos urbano.
Las mañanas de los lunes eran frenéticas y abrumadoras, todo el mundo andaba en un desequilibrio e inestabilidad constante hasta pasado el medio día cuando parecía asentarse el ruido excesivo disfrazado de calma aparente, siempre aparente, pues en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo nunca reinaba la paz y el silencio absoluto.
Ciudad de grandes edificios, de gente diversa, de luces que guían las calles y los caminos ingleses custodiados por el metro. Y es ahí precisamente donde empieza mi historia.


A Joey, el eterno londinense.

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